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martes, 16 de mayo de 2017

JUSTIFICAR LA FANTASÍA

JUSTIFICAR LA FANTASÍA

Casi siempre aleja más a las personas las actitudes que la distancia (espacial o temporal). Quizá porque tiempo y espacio no sean más que variables del escenario de la vida y las actitudes sean el “libreto”, la experiencia, el sentimiento, eso que, en definitiva, da sentido a la vida.


No es extraño que se defienda algo curioso, como lo es el hecho de que a los amigos haya que contarlos dos veces: cuando las cosas van bien, con el fin de saber cuántos son, y en las malas, para ver cuántos quedan. Se supone que también es bueno obsequiar con la “ausencia”, con el silencio… a aquellos que no acaban de valorar nuestra presencia.

En medio de esas operaciones de contar, de medir el espacio, etc. late el deseo de encontrar la calma personal, esa calma que cuesta muchas tormentas, muchos momentos de rayos y truenos personales, muchos insomnios, mucho dolor y mucha angustia.

A fin de cuentas el discurrir por la vida (por el tiempo más bien) nos exige cerrar ciclos, esto es, ir dejando todo aquello que, por muy bueno que haya sido para nosotros, por muy deseosos que estemos de mantenerlo, nos impide seguir. No es fácil, nada fácil. Pero es que las personas tienden a pensar que cuando alguien les cuenta sus problemas solo se quejan de su vida, no se les ocurre pensar que están dando señales para decir que confían en ellas. Y esa confianza es necesaria para seguir… y ahí está la tristeza, en comprobar que nadie escucha eso o entiendo eso, sino que les quieres involucrar.


Todo eso hace que el solitario o la misma soledad nos lleve a la fantasía, que, como bien indicó Michael Ende: “La fantasía no es una forma de evadirse de la realidad, sino un modo más agradable de acercarse a ella

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