EL ÁRBOL DE LA VIDA
La imagen del árbol, como símbolo, es ampliamente usada para hablar de la vida de cada cual o para contar con un elemento gráfico que haga más fácil de entender lo que haya que decir de ella, de la vida.
Una vida, que, por cierto, hace que no quede árbol que no haya sido sacudido por el viento, por las circunstancias ambientales o atmosféricas que le van llegando en el discurrir del tiempo.
Eso es así hasta el punto de que decimos que lo importante es luchar por defender la vida -nuestro árbol- para sufrirla o para gozarla, para perder con dignidad y también para atreverse de nuevo.
Pues bien, la vida de la que yo puedo hablar ha sido fuertemente sacudida por los elementos, pero ha sido defendida -creo- con dignidad, aun sabiendo que llevaba mucho sufrimiento y poco gozo. Se ha defendido tanto que sigue habiendo, en el fondo de ella, fuerzas para atreverse de nuevo a replantear algunas cosas, porque ya no queda miedo alguno.
En el camino (más bien en el descenso) se aprende que tiempo y espacio no son más que variables que definen el escenario de la vida, no su contenido, hasta el punto de que, para juzgar a las personas o a las vicisitudes de todo tipo que le tocan a uno, ni una ni otra (ni tiempo ni espacio) tienen valor, solo sirven para analizar qué y quiénes quedan, porque eso es lo que de verdad importa.
Para “visualizar” mi “árbol de la vida” el mejor ejemplo que viene a mi cabeza es recordar “el viejo olmo” que describió A. Machado, y que, en su momento marcó un punto de mis paseos por el lugar donde aún quedan vestigios de él.
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
A. Machado
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